Por Miguel Bayón
Miguel Bayon, Madrid 1947. Ha publicado varias novelas y trabaja como periodista en el diario El País. Viajero tanto por necesidad personal como por motivos profesionales, en África se ha movido por Senegal, Malí, Burkina Fasso, Togo, Benín, Congo, Uganda, Kenya, Tanzania, Sudáfrica, y Mozambique. Su última novela, aparecida en el 2002 es "Mulanga" (Planeta)
Los viajeras no tanto (a no ser que tengan una probada capacidad
para ponerse en jarras y evitar abordajes y otros efectos colaterales),
pero los viajeros por África deberían siempre ver por allí algún
partido de fútbol. No quiero destripar tramas ni desenlaces, pero
puedo dar unas pistas de por qué es importante esa asistencia.
Ante todo, unas consideraciones teñidas de globalización. La Copa
de África, recientemente celebrada en Senegal, fue protagonizada
por vez primera enteramente por jugadores que actúan en Europa.
Y desde hace años no pocas selecciones africanas tienen técnico
europeo. Es decir, el fútbol africano de elite evoluciona, en teoría,
hacia parámetros similares al que vemos por aquí.
Eso, en teoría. Pero en África no valen, ni para viajar ni para
nada, las teorías o las previsiones. El fútbol de los africanos,
incluso el de sus selecciones "europeizadas", no tiene que ver con
el nuestro. Seguro que los técnicos han conseguido introducir en
esos jugadores de elite una preocupación por el sistema (sea lo
que sea eso, Dios bendito) y hasta por la importancia de la defensa.
Pero a la hora de la verdad los jugadores africanos ejercen su derecho
a la amnesia. No en vano es un continente cuyas almas sobreviven
porque logran no atiborrarse de memoria: si se acordaran de todo
lo que les ha pasado, era para morirse, así que hacen muy bien en
sobrellevarlo con ligereza y echándole plena atención al carpe diem.
No cuento el colorido de las gradas, el buen humor y la picaresca
que en general reinan alrededor de un partido africano; aunque a
veces haya trifulcas a la europea, o un régimen como el hutu ruandés
de 1994 pueda organizar un genocidio a base de reclutar y fascistizar
a los ultras futbolísticos y prometerles víctimas propiciatorias
para su hambre de violencia.
El viajero debe hacer la experiencia, repito. Y estar muy abierto a lo que no comprende. Me he encontrado sorprendido de comentarios de lectores (sobre todo de lectoras) de mi novela "Mulanga" ante una escena en la que los jugadores de un equipo mean en corro en el círculo central para marcar el territorio.
Cosas así se ven con alguna normalidad en África. De vez en cuando
cae un rayo que afecta misteriosamente sólo a una mitad del campo
y por tanto a un solo equipo. O, ejemplo de la superprofesional
Copa de Africa, el ex guardameta y ahora técnico de Camerún, Nkono
(que jugó de portero en España), fue golpeado por sus rivales senegaleses
que sospechaban que había hecho magia contra ellos; la Confederació
n Africana le acabó levantando la sanción por "comportamiento escandaloso
y provocativo", es decir por hacer magia. Todo el mundo en África
sabe que la actitud mingitoria, el rayo y lo que hiciese o no Nkono
están a la roden del día y tienen que ver con que las cosas funcionan
con hechizos, desde el sida al poder.
El viajero deberá tener eso en cuenta, y que le sirva para entender y disfrutar.
Si un viajero se asoma al fútbol africano (sea en un estadio o en
un descampado, sea viendo a jugadores más o menos uniformados o a
chavales descalzos) echará de menos el orden y los tiquismiquis
que caracterizan el fútbol de cualquier nivel en Europa. Pero de
inmediato verá que el público aplaude los detalles, es decir la
belleza: se parecen a los aficionados degustadores de lo que hacía
Curro Romero. Y ese gusto por la belleza del público africano (de
estadio o de baldío) va emparejado con la gozosa vivencia de la
fe: todos y cada uno de los espectadores, y probablemente de los
protagonistas del partido, están convencidos de que, nada más arrancar
la jugada, va a culminar en un gol que va a abatir de pura belleza
el universo mundo, que no lo podrá "aguantá".
Ya, ya sé. Me diréis que a los diez minutos público y jugadores
tendrían que haber aprendido al ver el fracaso de tantas maravillas
soñadas. Pero África se sustenta en que las cosas allá no son así,
el aprendizaje no es así, la memoria y los reflejos paulovianos
son de otra manera. La fe puede con todo. Una fe que es una esperanza.
Y una esperanza que es una poesía. Porque ésa es la esencia del
fútbol africano: su carácter poético.
Sociológicamente, puede parecerse a lo que antes (¿sólo antes, de verdad?) eran los toros en España: un chaval soñaba con triunfar en la Monumental o en la Maestranza, y ese sueño era también lo que los cursis llaman ahora "promoción social". Pero igual que el maletilla no buscaba sólo el bienestar
material, sino también la gloria y la belleza, los africanos insisten
en demostrarnos, mientras rueda un balón, que la fantasía, el juego,
nos hacen no sólo sobrevivir, sino sobre todo vivir.
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